La hibridación moderna

Las llamadas «variedades poligenéticas»

La hibridación moderna

A mediados de los años 90, en Oxforshire, con motivo del Día del Vecino, todos los años tenía la oportunidad de probar el «sauvignon» producido en el pequeño viñedo de East Hendred donde vivía. A pesar de encontrarse muy al norte del famoso paralelo 45, un viñedo en Inglaterra no era algo excepcional, pero en esa época introducir una sauvignon blanc o una syrah no era posible. Esto que ellos llamaban «sauvignon» era en realidad seyval blanc, una variedad híbrida francesa que solo se llama «sauvignon» en Brasil y en… East Hendred.

En 1995, no se hablaba aún del calentamiento global ni de la agricultura ecológica, pero en Inglaterra, como en cualquier otra parte, la elección de la variedad de uva que se iba a plantar venía determinada por el mismo objetivo que hoy: seleccionar una variedad de uva al gusto del consumidor y con las mejores posibilidades de enraizar en el terruño.

Ya sea una colombarda en el Gers, una garnacha negra en el Rosellón, una verdejo en Castilla y Léon, una malbec en Argentina o una carmenere en Chile, la vid siempre ha dado sus mejores frutos en zonas de sol. No obstante, en los lugares donde hace mucho calor durante el día, las vides se plantan en altitud para beneficiarse del frescor de la noche.

En Marruecos, por ejemplo, el viñedo de Meknes se encuentra a más de 700 metros de altitud, lo que permite a la planta desestresarse durante la noche. Lo mismo ocurre en Rueda y Toro, en España, donde nuestros viñedos están situados a más de 600 metros.

Y si están más abajo, como en Lolol (Chile) o en Pézenas (Languedoc), el océano o el mar nunca están muy lejos para contrarrestar el calor extremo. Una vez acotados los límites del viñedo, la elección de la variedad de uva se realiza en función de las condiciones de cultivo, los factores climáticos, la fecha de inicio del crecimiento, las temperaturas extremas, etc. Así es como, a lo largo de las décadas, las regiones vitícolas del mundo se han especializado en determinadas variedades de uva.

Sin embargo, nada es inamovible. La evolución de los gustos y del clima conduce inevitablemente a un cambio en los hábitos y las técnicas de cultivo. Los riesgos agronómicos también evolucionan constantemente: la vid brota antes, lo que significa que las yemas pueden congelarse en primavera. Florece antes, cosechamos antes. La maduración se bloquea cuando el calor se mantiene por encima de los 35°C y, cuando se vuelve extremo, como ha ocurrido este año, las hojas adquieren el color del otoño en pleno mes de junio, lo que provoca la pérdida de parte de la cosecha.

Año tras año, el contenido de azúcar de las bayas es mayor y tenemos que gestionar niveles más altos de alcohol en la bodega (en los últimos treinta años, ha aumentado casi 1° por década); justo cuando los consumidores reclaman vinos menos embriagadores. ¿Debemos mantenernos en las nuestras y resistir como podamos? ¿O debemos adaptarnos y evolucionar aunque sea a costa de la tradición?

Los fenómenos climáticos extremos influyen en la vid y desde hace unos diez años, aunque se adapta cada vez mejor a los caprichos del tiempo, venimos escuchando hablar a los viticultores de «variedades resistentes, «nuevas variedades», «variedades híbridas»… Conviene aclarar, sin embargo, que no existe una variedad capaz de resistir a los fuertes vientos durante la floración ni a los veranos abrasadores, y tampoco se están estudiando.  Sí que se están estudiando en muchos países variedades capaces de resistir  a la sequía (y que necesitan por tanto menos riego) y a las enfermedades (necesitando menos tratamientos), en línea con una agricultura más respetuosa. 

Esta investigación a veces genera interrogantes. ¿Sucumbirán las variedades de uva «tradicionales» frente a las híbridas? Si la vid que lleva miles de años arraigada, por ejemplo, en la cuenca mediterránea no logra adaptarse, ¿desaparecerá de esta latitud para ser cultivada masivamente en el norte?

El debate sobre la política vitivinícola más adecuada está servido, pero para que no se reduzca a un mero enfrentamiento entre progresismo y conservadurismo, hay que recordar que la hibridación de variedades de uva no es algo nuevo.

Desde el punto de vista biológico, todas las especies de un mismo género son interfértiles. Por lo tanto, se hibridan de forma natural cuando entran en contacto. Durante miles de años, los obstáculos naturales han favorecido la especialización del material genético. Aisladas, las especies se han adaptado completamente a su entorno. La hibridación espontánea siempre ha sido habitual en un mismo continente, pero desde que los humanos se desplazan y comercian sorteando los obstáculos naturales, las nuevas especies han tenido poco tiempo para adaptarse.

Al emigrar a América en el siglo XVI, con plantas de vid en sus maletas, los colonos europeos realizaron, sin saberlo, los primeros cruces entre Vitis locales y europeas. Las plantas importadas, no adaptadas al clima ni a las plagas locales, murieron, pero antes de morir tuvieron tiempo de florecer y polinizar a las especies locales. El Atlántico dejó de ser un obstáculo natural y, unos tres siglos después, estas plantas americanas sobrevivieron a la crisis de la filoxera que comenzó en Francia en 1863.

Sin embargo, la importación de material vegetal americano no comenzó con la filoxera. Se había introducido masivamente dos décadas antes porque sus propiedades agronómicas se consideraban en ocasiones superiores, al igual que su resistencia al oídio, una enfermedad recién importada de Inglaterra. En cierto modo, fue para luchar contra el oídio que se introdujo la filoxera en Europa. Desde que el ser humano tomó conciencia de que debe haber armonía entre las variedades y los micro o macroclimas, entre las especies (en el sentido más amplio) y los biotopos, ha buscado sin cesar las mejores combinaciones.

Con este espíritu, en los años 20, los rusos trabajaron con plantas asiáticas para aumentar la resistencia al frío. Posteriormente, tras el cruce con plantas americanas, se obtuvieron plantas más resistentes al mildiu y al oídio. Sin embargo, la hibridación moderna –que comenzó en los años 50 con el cruce de diferentes especies de Vitis que habían desarrollado sus propias defensas en su tierra autóctona– se basa en métodos de selección empíricos. Hasta finales del siglo XX, sólo era posible determinar la resistencia de las variedades en función de su comportamiento fenotípico, en presencia de un hongo patógeno, por ejemplo. Algo que requería mucho tiempo y con resultados a 20 o 25 años, por lo que la creación de variedades era cosa de entusiastas más que de industriales. 

En el siglo XXI se ha dado un paso más allá al pasar de dos fuentes genéticas resistencia (la asiática y la americana) a cuatro. El uso de estas fuentes de resistencia permite construir las denominadas «variedades poligénicas», es decir, aquellas con varios mecanismos de resistencia a, por ejemplo, un patógeno fúngico que se habría desarrollado bajo un follaje abundante. Además, la selección asistida por marcadores permite verificar inmediatamente que la progenie es portadora de los factores de resistencia identificados en los progenitores. El periodo de observación es mucho más corto, por lo que la investigación avanza más rápidamente y entre todas las nuevas variedades y/o técnicas de cultivo, el viticultor habrá de elegir, en cualquier caso, sin perder de vista los gustos del consumidor.

Por Xavier-Luc LINGLIN - Director General